Miedo. El más temible de los sentimientos, el que nos lleva hasta la punta del precipicio. Todo aquel que haya sentido sus garras arañando las tripas sabe bien de lo que hablo.

Miedo siente el niño para dar sus primeros pasos, miedo siente la madre minutos antes de dar a luz, miedo siente uno ante una entrevista de trabajo, sentimos miedo ante la incertidumbre ante lo desconocido. El miedo no es racional y por mucho que intentemos meterlo en los parámetros de la lógica dista mucho de llegar a ser un sentimiento cuerdo.
Miedos tenemos todos y los que digan que no que dejen de engañarse. Esos miedos internos que los guardamos bajo llave para que no nos impidan seguir caminando cada día, esas vergüenzas que no sacamos a la luz. Miedos que nos recuerdan que somos débiles, que nos hacen vulnerables y nos paralizan.
Miedo, el más temible de los sentimientos. El miedo te estanca y te hace de piedra, deja sin engranaje a la cadena y no se puede seguir rodando. Entonces es cuando se sacan fuerzas (haya o no las haya) y se salta al vacío esperando encontrar agua al fondo. Es cuando por un momento saltamos de nivel, superamos barreras y miramos atrás viendo que la nube negra no era tan negra, sino que nuestra mente la había engordado.
Tener miedo no es malo. Lo malo es no tener valor de enfrentarte a él. Superaremos unos y nos vendrán otros, así sucesivamente en la cadena de eslabones. Es necesario aprender a vivir con pequeños temores, son nuestros monstruos internos y son parte de nosotros.
Hacerme el favor de no olvidar ganarles la batalla con audacia para que muera el miedo de un ataque al corazón.
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